Por: Rosa Solís

Desde hace quince años, César Solís dedica sus días al cuidado de otros. Lo que lo llevó a convertirse en enfermero fue, ante todo, el deseo de velar por el bienestar de su familia y de sus pacientes. Su jornada transcurre entre cuidados generales de enfermería: tendido de camas, baño de pacientes, administración de medicamentos. Son tareas que realiza con dedicación, aunque reconoce que no todas son sencillas.

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Entre sus recuerdos más difíciles están esos momentos en los que debe acompañar a las familias ante la pérdida de un ser querido. Pero también hay instantes que guarda con alegría, como cuando los familiares de los pacientes le agradecen con sinceridad.

Para él, ser un buen enfermero exige más que conocimientos técnicos: requiere fuerza mental y espiritual, así como sentimientos firmes. En el hospital, la relación con sus compañeros y doctores es buena. Aunque a veces hay diferencias de opinión, todos se enfocan en cumplir con su labor de la mejor manera.

Saber que ayuda a tantas personas y familias día tras día lo llena de satisfacción. Sin embargo, también es consciente de la enorme responsabilidad que conlleva su trabajo. Un simple error puede tener consecuencias irreparables, y eso es, quizá, lo más difícil de su oficio.

Si tuviera que elegir entre ser padre y ser enfermero, confiesa que no podría decidirse. Ambas facetas las vive con pasión y entrega. Y aunque a veces llega a casa cansado, siempre tiene una sonrisa y un consejo para sus seres queridos.

A quienes deseen seguir sus pasos, les dice que se preparen, que estudien mucho y, sobre todo, que fortalezcan su espíritu, porque en esta profesión se enfrentarán a situaciones que pondrán a prueba sus emociones.

Y a los hijos, les pide algo sencillo pero profundo: que hablen con sus padres, que los entiendan, que los quieran. Porque nadie nace sabiendo ser padre, y cada día es un aprendizaje. Los consejos, incluso aquellos que parecen regaños, siempre vienen de un lugar de amor.