Desde hace años he escuchado historias de personas cercanas que decidieron dejarlo todo para buscar una vida mejor en otro país. Pero escuchar una historia es muy distinto a vivirla de cerca. Esta entrevista es especial porque Francisco es alguien cercano a mí, un joven migrante de 21 años, y su testimonio refleja con honestidad lo que significa migrar: tomar decisiones difíciles, enfrentar el miedo, y seguir soñando a pesar del dolor y las pérdidas.
Francisco: Yo tenía 19 años cuando decidí irme. No tengo hijos, pero siempre soñé con tener una mejor vida. En Teziutlán, las oportunidades son muy limitadas, sobre todo para nosotros los jóvenes. Quería poder ayudar a mi mamá, tener un buen ingreso de dinero y, sobre todo, ahorrar para comprarme una casa propia que no fuera de mis papás. Esa fue mi mayor motivación.
Mi vida allá era tranquila pero no difícil. Teníamos lo básico, no sobraba nada, pero gracias a Dios nunca carecimos de algo. Mi familia siempre ha sido muy unida, y nuestras familias —la tuya y la mía— ya sabes que tienen una relación familiar. Por eso la decisión de irme no fue fácil. Me dolía separarme de todos, pero sentía que si no lo hacía, me iba a quedar estancado. Creo que me pegó la crisis de los 20, porque no sabía ni qué hacer con mi vida, sentía que el tiempo se me pasaba rápido, me sentía mal porque yo veía y sentía que eran felices y progresaban con sus vidas menos yo.
Estuve un tiempo juntando dinero, como 4 meses trabaje de mesero. Vendí algunas cosas y mi familia también me ayudó. Le pagamos al coyote, nos cobró como $200,000 mil pesos solo la cruzada, porque de ahí todos los demás gastos corrían por nuestra cuenta. Lo único que nos pidió para el viaje era una mochila, dos mudas de ropa y unos tenis cómodos porque con esos íbamos a caminar. La comida y el agua el guía nos lo dio.
De Teziutlán tomé un autobús para la Ciudad de México y de ahí tomé un vuelo hasta Sonora, que era donde nos íbamos a ver con el coyote o el guía en una casa de seguridad para cruzar el desierto.
Éramos un grupo como de seis personas, cuatro hombres y dos mujeres y el guía, o sea siete. Entre ellos iba Isaac, nuestro amigo que era y seguirá siendo como nuestro hermano. Ya ves que aún seguimos teniendo comunicación como siempre con su familia, y la verdad como que aún tengo ese peso de no haberlo cuidado más. Siento que ahora mi manera de compensarlo es apoyando a sus papás, aunque sea con un saludo o un mensaje de vez en cuando. También tu papá me ha dicho que les habla, y aunque estamos lejos, seguimos ahí al pendiente.
El desierto, la verdad para mí fue lo más difícil, y lo más chistoso es que yo pensé que iba a ser lo más fácil. Caminamos varios días sin descanso, fueron como siete. El sol caía bien fuerte todo el día y en la noche hacía un frío brutal. El agua se acabó muy rápido porque éramos un chorro de personas, y las garrafas aparte de que pesaban, no me podía aguantar las ganas de tomar, pero siento que la sed nunca se me quitaba porque el agua se calentaba y solo quería tomar y tomar. Empezamos a tener alucinaciones, perdimos la noción del tiempo, sobre todo Isaac, que por ratos me espantaba. Yo en mi cabeza tonta pensaba que él ya estaba quedando loco, solo le decía en broma para no andar incómodos: “Tú te estás quedando loco, wey”, y él solo se reía…
El terreno era muy irregular y traicionero porque había muchos hoyos que no se veían porque el mismo sol les hacía sombra. Por tramos se veía mucha hierba seca ya crecida, donde el guía nos decía que anduviéramos vivos por las cascabeles o los nidos que luego estaban ahí bien escondidos.
Fue en una bajada muy empinada, con muchas piedras sueltas. Pisé mal y me fracturé el tobillo. El dolor para mí fue insoportable, sentía que alucinaba y la verdad sentía que en ese momento me iba a morir. Todavía con el sol bien fuerte me pegaba en toda la cara que ni quería abrir los ojos. Me ayudaron a vendarlo como pudieron, pero cada paso era una tortura. Pensé que me iban a dejar atrás, pero no lo hicieron, y ese era un miedo mío bien fuerte porque ya habíamos sabido de muchas personas que dejan a su suerte y que casi siempre mueren porque ya no pueden seguir con el viaje.
Isaac… aún me duele decirlo. Él estaba muy deshidratado, apenas podía moverse, ya se le veía la piel amarilla y cuando te le acercabas, los labios se le veían bien partidos y con llagas llenas de sangre, la lengua bien blanca y los ojos rojos. Esa noche dormimos en una zona rocosa porque estábamos buscando altura para evitar serpientes o coyotes y la migra, porque en la noche es cuando más andan buscando quien ande dormido para sorprenderte.
En la madrugada, se levantó inconsciente, como si caminara dormido, y hasta yo pensé que andaba de sonámbulo o que se sentía mal y por eso se había parado… pero se cayó. No hubo gritos porque nadie nos dimos cuenta, ni yo porque solo lo vi entre sueños, ni siquiera le hablé. Al amanecer lo encontramos hasta el mero suelo. Ya después, hablando entre nosotros, caímos en cuenta que él murió al instante de que cayó porque eran como unos siete metros de altura entre donde dormimos y el nivel normal de donde caminamos.
Ya no respiraba, pero se veía muy mal. En la cabeza tenía varias como piedras incrustadas o metidas del golpe que se dio y todo lleno de sangre. Ahí no tuvimos de otra más que mover su cuerpo a un lugar donde no se pudiera ver. Nunca voy a olvidar esa imagen… nunca, la verdad.
Llegamos cerca de Tucson, en Arizona. Estuve unos días escondido en otra casa de seguridad ya de coyotes gringos, pero te hablaban muy bien en español. Me llevaron en carro hasta Chicago, fueron como seis días de viaje con paradas y todo porque literal cruzamos todo el país, fuimos de oeste a este. Y encima tuve que pagar unos $30,000 mil pesos extras por ese viaje porque ya era como un traslado aparte, porque a los demás del grupo los dejaron en Tucson y ya te mueven si quieres a donde sea, pero cobrándote más.
Cuando llegué a donde vivía tu papá, gracias a Dios me recibió en su casa porque el plan era que Isaac y yo llegáramos allá. Me acuerdo que me dio un cuarto, comida y me consiguió trabajo por un mes en la joyería. Gracias a él pude recuperarme un poco porque, como yo soy ilegal, no me podía llevar a un doctor. Entonces todo ese tiempo, desde que llegué con la fractura, fue un dentista quien me estuvo atendiendo a medida de sus posibilidades y lo que él sabía, porque no me podía hacer lo mismo que un doctor normal.
Pude juntar algo de dinero y después me vine a Boston, donde había encontrado mi trabajo de ahorita.
Mi vida ha cambiado completamente. Trabajo acá en la construcción, a veces son jornadas muy largas y pesadas. Me levanto a las cuatro de la mañana para manejar como una hora para llegar al trabajo y de ahí salgo como hasta las cinco de la tarde. Aunque no me quejo porque gano bien, últimamente hay días que trabajo y días que no, porque con eso de las redadas que está haciendo la migra, pues luego andan cayendo de sorpresa en la chamba.
Aquí también encontré a mi pareja, ella ha sido un apoyo emocional para mí. Hay veces que ni tengo ganas de pararme o de ir al trabajo, pero ella es una de las pocas motivaciones que tengo acá, que pueden abrazarme o darme un beso o andar aquí haciéndome compañía siempre.
La verdad extraño Teziutlán. Ahorita ya sé que estoy haciendo algo con mi vida, pero siempre, siempre mi peor miedo va a ser ser deportado.
Sinceramente, es un camino lleno de muerte, de mucho dolor físico y mental, porque yo varias noches en el desierto sí lloré arrepintiéndome de haberme venido y porque extrañaba a todos. Lo único que quería era estar en Teziutlán acostado y sin frío ni hambre. Yo le pedía a Dios que me regresara como si se pudiera por arte de magia.
Yo sobreviví, pero perdí a un hermano en el proceso. No lo deseo para nadie, pero sinceramente, si no me hubiera arriesgado o me hubiera rendido, no tendría esta vida que tengo que ahora me hace feliz. Entonces, la verdad yo le diría a todos que se arriesguen y que hagan lo que quieran, porque vida solo tenemos una. Ahorita yo ni sé dónde estaría, pero estoy seguro que no estaría mejor que ahora.
Sueño con regresar a Teziutlán y abrir un negocio de materiales para construcción. Quiero ahorrar lo suficiente para comprar mi casa, ayudar a mi mamá y, si se puede, pues darle trabajo a otros allá. Porque si fuera por mí, no me gustaría ver a nadie sufrirle como yo le sufrí.
No vine para quedarme toda la vida, ni quisiera eso, y yo ya se lo dije a mi novia que me la quiero robar y llevármela a vivir para allá. Ya nada más que se arme la boda para que pueda darme papeles jajaja.
En dos o tres años quiero tener un buen dinero para invertir en el negocio. También quiero arreglar mi situación migratoria, tener mis papeles para poder viajar y regresarme a Teziutlán. Allá quiero tener a mis hijos y ya tener mi vida allá hecha para vivir tranquilo hasta que me muera.
Por mientras, acá en Boston seguir con mi misma rutina de siempre, creciendo en el trabajo y seguir haciendo mi vida ahorita con mi pareja.
Escuchar a Francisco me dejó con un nudo en la garganta. Su historia no es solo una más: es un testimonio de amor por la familia, de lucha contra el miedo, y de sobrevivencia en el sentido más crudo. Me di cuenta de que muchas veces hablamos de migrantes sin pensar en todo lo que vivieron para llegar. Él perdió, sufrió, se rompió... pero también se levantó. Hoy sigue soñando, y eso es lo que más me inspira. Con esta entrevista no solo quiero contar su historia, quiero que lo escuchen, que lo sientan, y que no olvidemos que detrás de cada migrante hay una vida entera que merece ser contada.
Por: Néstor Vázquez Pineda